Mira cómo se mece una vez y otra vez, virgen de flor y rama, en el aire de ayer. (с)
читать дальше...Recuerdo que todos nos quedamos hipnotizados ante la presencia de Federico. Es verdad que no era ya el jovencito escritor nostálgico que yo había visto en algunas fotos de sus libros, o de los artículos de prensa, sino un hombre ya cerca de la madurez, en el que se apreciaban algún kilo de más y una leve palidez violácea bajo sus ojos. A pesar de su impecable indumentaria, cuidada, a la vez clásica y moderna de traje de chaqueta con pajarita inglesa, rezumaba cierto sufrimiento reciente al que muchos ponían nombre, pero al que yo no quería, no sabía bien por qué, bautizar. Sí supe, enseguida lo comprendí, que en él yo me identificaba de pleno, sin saber del todo por qué razón. Quizá era ese perfume, ese dolor de no poder gritar el amor con nombres y apellidos, como en sus dramas, si no era veladamente. Tal vez por eso hacia mucho que Federico, pese a no ser correspondido, no ocultaba sus afectos. Vivía sus inclinaciones y su sexualidad de una forma natural y sin subterfugios. Nada en él era afectado, sin embargo, sino todo lo contrario.Su edad de diluía, es verdad, en un aire juvenil, candoroso, siempre sonriente y divertido. Cuanto más tiempo pasabas con él, oyéndole, menos parecía un hombre que caminaba hacia los cuarenta, y más una especie de eterno adolescente, curioso por todo, hambriento de todo, deseoso de todo. Aun así, su desparpajo y desenvolturano hacían de él un frívolo. Había en Federico una gran dignidad, que salpimentaba con su enorme simpatía y sentido del humór. Lo que resultaba innegable, sin duda, era su magnetismo, su ángel, su capacidad de seducir en cuanto abría la boca, con ese genio que le había sido otorgado sin ninguna restricción. Pero había algo más poderoso en su encanto natural,algo que iba mucho más allá de su físico, agraciado, y de sus maneras elegantes. Poseía una belleza doliente, no apreciable a simple vista, que procedía de dentro de sí, como la frescura de un pozo hondo y claro. Una hermozura que mezclaba su naturaleza, y la interiorización de unas aspiracionesque iban mucho más allá de su tiempo, y que acusaba la factura de la incompreción e íntimos dolores constantes.
A los pocos minutos de empezar a hablar Federico, ya todos, hombres, mujeres y hasta si me apuras los pájaros, se quedaban prendidos de su encanto y gracia, incluso al otro lado de los cristales de la ventana que daba a la calle. El aire semejaba detenerse alrededor de él, y el tiempo y todo parecía aquietado, salvo sus manos y sus labios, que volaban como mariposas morenas, o pétalos de flores; salvo sus palabras que nos enamoraban a todos, sin distinción, y nos dejaban presos. Sentí que ya no podría desprenderme de él, qué inosencia, y no sabía hasta qué punto iba a ser así. Casi me sentí lastimado y comprendí, de pronto, en mi herida no sangrante, cuánto peligro corría Federico sin saberlo, frente a los que fueron incapaces de entender el milagro de su persona sino como una agreción que debía ser cobrada. Yo mismo no era capaz de calibrar muy bien las artistas de aquel encanto, de aquella criatura luminosa que se entregaba a nosotros con su don, con su talento, con su música natural, como se dice en la misa que se entrega el cordero de Dios para limpiar los pecados del mundo.
Mi padre hubiera reprobado aquel pensamiento, como rechazó otros muchos expresados ante él tiempo después. Yo mismo convivía y he sobrevivido más de la mitad de mi vida con estas sombrías contradicciones. Sin embargo, no había nada blasfemo en comprender lo que de divino existe en lo humano, mucho más en la amistad, el afecto o la admiración, y un poco de todo esto hay en un gran amor, sin más misticismos. La luz de Federico y de este amor ha dispersado la oscuridad impuesta por los contables de los pecados ajenos. Como aquellas estrellas cuya luz llega a nosotros y pervive, atravesando la oscuridad del universo, mucho tiempo después de haberse apagado...
(De "Los amores oscuros" de Manuel Francisco Reina, p.89-91)
A los pocos minutos de empezar a hablar Federico, ya todos, hombres, mujeres y hasta si me apuras los pájaros, se quedaban prendidos de su encanto y gracia, incluso al otro lado de los cristales de la ventana que daba a la calle. El aire semejaba detenerse alrededor de él, y el tiempo y todo parecía aquietado, salvo sus manos y sus labios, que volaban como mariposas morenas, o pétalos de flores; salvo sus palabras que nos enamoraban a todos, sin distinción, y nos dejaban presos. Sentí que ya no podría desprenderme de él, qué inosencia, y no sabía hasta qué punto iba a ser así. Casi me sentí lastimado y comprendí, de pronto, en mi herida no sangrante, cuánto peligro corría Federico sin saberlo, frente a los que fueron incapaces de entender el milagro de su persona sino como una agreción que debía ser cobrada. Yo mismo no era capaz de calibrar muy bien las artistas de aquel encanto, de aquella criatura luminosa que se entregaba a nosotros con su don, con su talento, con su música natural, como se dice en la misa que se entrega el cordero de Dios para limpiar los pecados del mundo.
Mi padre hubiera reprobado aquel pensamiento, como rechazó otros muchos expresados ante él tiempo después. Yo mismo convivía y he sobrevivido más de la mitad de mi vida con estas sombrías contradicciones. Sin embargo, no había nada blasfemo en comprender lo que de divino existe en lo humano, mucho más en la amistad, el afecto o la admiración, y un poco de todo esto hay en un gran amor, sin más misticismos. La luz de Federico y de este amor ha dispersado la oscuridad impuesta por los contables de los pecados ajenos. Como aquellas estrellas cuya luz llega a nosotros y pervive, atravesando la oscuridad del universo, mucho tiempo después de haberse apagado...
(De "Los amores oscuros" de Manuel Francisco Reina, p.89-91)
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